Por Oscar Basave Hernández
En la elección presidencial del 2018 el partido Morena junto con Andrés Manuel López Obrador prácticamente arrasaron con el sistema de partidos en México, lo que se vino a confirmar en las posteriores elecciones estatales en las que volvieron a ganar varias gubernaturas; en un fenómeno electoral anterior a 1997, cuando el Partido Revolucionario Institucional (PRI) todavía era hegemónico.
Un partido hegemónico, dice el politólogo Giovanni Sartori en “Partidos y sistemas de partidos”, es que aquel que prácticamente no tiene competencia, así Morena en este momento. Sin embargo, la prueba de fuego para esta organización política será la preselección del candidato presidencial para la sucesión de su figura emblemática que es López Obrador.
López Obrador como figura es el equivalente al mariscal Josip Broz “Tito” presidente de Yugoslavia como líder indiscutible, pero luego de su muerte la república se dividió causando una guerra civil interna que originó lo que se denominó la “balcanización”. Durante 29 años (1954 a 1980) que gobernó al país, Tito lo mantuvo unido, pero con su muerte afloraron las divisiones irreconciliables.
Lo mismo ocurre con el fenómeno electoral que ha representado Morena, en la que el ahora presidente ha mantenido un liderazgo indiscutible desde el Partido de la Revolución Democrática al que prácticamente desfundó con la formación del nuevo partido, al que se montaron muchos liderazgos que aprovecharon el carisma y arrastre de López Obrador y se beneficiaron ampliamente con ello.
Pero en el 2023 López Obrador aunque elija a su sucesora para la elección del año siguiente, como todo parece indicar a través de Claudia Sheinbaum –si es que nada extraordinario sucede, porque la sucesión no está garantizada hasta que ocurre–. Dicho sea de paso, el apoyo de los gobernadores lopezobradoristas es un indicador de que Sheinbaum es la favorita del presidente.
Aunque los gobernadores acaten por ahora la decisión presidencial, una de las características de este sistema que ya vivió México hasta Carlos Salinas de Gortari, que fue el último presidente mexicano que pudo designar al candidato con las reglas de sucesión –estas son manifiestas en el libro “La Herencia” de Gabriel Castañeda—no pudo hacerla valer, ni garantizar que su favorito quedara.
Cada precandidato, en este caso que el presidente presentó como “corcholatas” está tejiendo sus propias alianzas políticas, con actores locales ajenos a los gobernadores. Estos liderazgos de segundo nivel también tienen capacidad de movilización y también resienten la lucha por el poder.
Las últimas elecciones internas morenistas, que causaron distanciamientos entre actores políticos relevantes en la entidad, son una muestra de lo que ocasionará la sucesión presidencial. Hasta el momento hay gente que contribuyó al triunfo electoral de Morena que no fueron considerados en la repartición de poder, o que fueron desplazados.
Estas divisiones internas son las que pueden cambiar la correlación de fuerzas en el partido dominante, tal cual ocurrió en las elecciones de 1988, con la escisión del PRI ocasionada por el movimiento que encabezaron Cuauhtémoc Cárdenas, Ifigenia Martínez y Porfirio Muñoz Ledo, porque para que la acuña apriete tiene que ser del mismo palo.
Pronto veremos la capacidad de López Obrador de mantener unido a Morena cuando deje la presidencia, o se balcaniza o se conserva, aunque por los vientos que soplan parece muy difícil que se mantengan unidos por todo lo que está en fuego, perdón en juego.
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