Opinión| El desafío de la educación

Por Marco Antonio Adame Meza

La relación entre la educación y la democracia es de un fuerte vínculo, pues desde el punto de partida ambos elementos han mantenido una dinámica de retroalimentación positiva. Parece evidente que para que una democracia tenga fortalezas, hace falta también una ciudadanía que comparta y que ejerza valores cívicos como la tolerancia, la responsabilidad, la justicia, la libertad, la solidad y la civilidad. Pero para que estos valores sean ejercidos, dado que no surgen por generación espontánea, hace falta que sean enseñados y, sobre todo, practicados. Es ahí donde el valor de la educación toma relieve: en el punto en que una sociedad educada, tiende a desenvolverse en el contexto del respeto a la legalidad, a promover sistema de libertades y de derechos.

Como apunta, Gilberto Guevara Niebla (2013), “La educación no puede, por sí sola, hacer democrático a un país, pero es probable que inhiba ideas no democráticas”, sin embargo, aunque la relación no es siempre vinculatoria, bastos estudios han validado la correlación política entre educación y democracia. Por su parte Lipset (1981), sostuvo que la educación no es un rasgo de la democracia sino una condición que favorece o no su existencia, por eso quizá evidenció que, a finales de siglo pasado, los países con mayores índices de alfabetización eran precisamente los que mantenían democracias con mayor estabilidad y consolidación, mientras que, por el contrario, quienes registraban porcentajes bajos de alfabetización padecían del contexto autoritario con gobiernos dictatoriales. 

En ese contexto, ¿cómo se puede ubicar el papel de las escuelas en el fortalecimiento de la democracia?. Almond y Verba (1963), comprobaron entre otras cosas, en sus estudios sobre cultura política, que las experiencias en las relaciones sociales durante la edad escolar determinaban el comportamiento en el ámbito político. Y es que claro, los primeros contactos fuera del entorno familiar, de los individuos con elementos de autoridad, normas, reglas de comportamiento y convivencia se da, sobre todo, en el ámbito educativo, en las escuelas. Es ahí donde se fundamenta su relevancia. Así resulta porque además del contenido temático de las asignaturas, el ambiente escolar, la relación con las y los docentes y la necesidad de organización con pares educativos, involucra a los individuos en una inicial experiencia formativa que se reflejará en el comportamiento que vendrá por delante en cuanto a participación en los procesos políticos, interés por los asuntos públicos, involucramiento en procesos de mejora de sus entornos, entre otros. 

Está claro que es importante que los jóvenes estén en las escuelas, entre otras razones, porque en el ambiente escolar se construye las bases del ejercicio de la ciudadanía. Sin embargo, el desafío es mayor, cuando existe un porcentaje alto de personas en edad de estudiar que se encuentra en otros entornos. De acuerdo con estimaciones de la Subsecretaria de Educación Superior de la Secretaria de Educación Pública, y en apego a formatos estadísticos que se solicitan a cada uno de los centros educativos del país, en México, 4 de cada 10 jóvenes entre 18 y 22 años están matriculados en una institución educativa. Más del 60 % de la población jóvenes en ese rango de edad, se encuentra en otro tipo de actividades ajenasa la educación. En Guerrero el panorama es similar, solo el 30.75 % de los jóvenes entre 18 y 22 años de edad están en las escuelas. ¿Dónde están los demás?  

Cuando hablamos sobre desafíos sociales, no aminoro ninguno, pero cuando reflexiono sobre los datos en materia educativa pienso, en cuántas repercusiones se seguirán teniendo en el ámbito social, económico y de seguridad, con tantas personas sin acceso a la educación. 

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